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El maravilloso mundo de las cruces de Huancané 

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Mi primera visita a Huancané fue justamente a causa de la “fiesta de las cruces”. Estaba todavía en el colegio cuando escuche por primera vez de esta fiesta. Desde el principio, lo que más atrajo mi atención fue su nombre: “la fiesta de las cruces”. En mi mente se tradujo como si un conjunto de cruces festejase con fragor, y que en medio de esa algarabía las cruces se pusiesen a danzar en un círculo colectivo, rodeados de una muchedumbre de personas. Cuando llegué, no terminé tan equivocado, pues, en efecto, escoltadas por multitudes de personas de diferentes lugares, enormes cruces de madera descendían bamboleantes desde cada cerro de Huancané, meneando su cuerpo de arriba abajo, de un costado al otro, al compás del ritmo musical de diversos conjuntos de sikuris, que con gran estruendo, bombos y cantos copaban las madrugadas anaranjadas de los primeros días de mayo.

Ver esta escena fue algo inolvidable. Desde el descenso del gentío multicolor, movidos por el milagro que las cruces portan, hasta la evocación de la Pachamama y los Apus, que sienten que conviven con ellos como diálogos superiores entre la tierra y el universo, fue todo intensamente magnético. Y en medio de este trance estelar, cuando las cruces por fin se juntan en un mismo espacio, los sikuris se encargan de todo: con el aliento ancestral de sus cañas y la magia de sus conos emplumados, hacen posible que los milagros sucedan y de repente, la gente llora o se alegra de sentir el milagro en su pecho, de saber que ha sido escuchado.

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Hay en esta fiesta una magia singular, quizás por la notoria mezcla de tradiciones cristianas y del mundo andino. Creo que es esa su mayor virtud. La interminable variedad de rituales, procesiones, vísperas y cantos litúrgicos; matizadas con danzas ancestrales como el puli puli, el Kapero, el chiriguano y el violento contrapunteo ancestral entre comparsas de sikuris, llevan a los participantes a un estado de frenesí y fantasía, que los transporta a un mundo secreto donde los sueños se cumplen y se ahuyenta a la infelicidad. Es como si la fiesta de las cruces se internara tan profundamente en la gente, como un haz luminoso, que los protegiera de la desventura, el fracaso y la soledad.

El mundo creado por estas enormes cruces, por el que peregrinan los sikuris, los alferados y las tradiciones, y, en cuyos cerros se casan de a mentiras las parejas hasta ser consagradas con “ortiga”, es una fiesta que dura más de una semana y que representa el sacrificio de Jesús y el pacto que nos establece como hermanos. En este viaje, hay pues un universo de faenas coloridas como las “velaciones”, el “albazo”, las “alasitas” las “vísperas”, el “día central-3 de mayo”, la “visita a los nuevos alferados” y la “despedida” o también conocido como el “día de los cocineros”.

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Todo este mundo de religiosidad y tradición organizado por los huancaneños, y que desde tiempos ancestrales está vinculado a la época de lluvias y la floración de los campos de los cultivos, justifican desde lejos la categoría de esta festividad como Patrimonio cultural de la nación. Esta fiesta nos enseña que la vida, más allá de las vicisitudes de lo cotidiano, es una esperanza, un camino inesperado en el que alternan el milagro, la alegría y el anhelo.

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