El anuncio de la puesta en escena llegó en los días más sombríos: Mario Vargas Llosa había fallecido. Y allí estaban ellos, cientos de personas abrigadas contra el frío lacustre, sentados en las butacas del Auditorio Magno de la Universidad Nacional del Altiplano. No era un público cualquiera: entre los asistentes se mezclaban académicos con libros bajo el brazo, jóvenes teatreros que recitaban pasajes de memoria, y esos lectores silenciosos que nunca pidieron una foto con el Nobel pero llevaban sus libros subrayados como biblias secretas.
Bajo las luces del escenario —donde el aire olía a nerviosismo y parlamentos memorizados—, los estudiantes de Literatura, Lengua y Filosofía ajustaban los últimos detalles. Iban a estrenar la primera adaptación teatral altiplánica de La ciudad y los perros en el aniversario de su escuela profesional y el Día del Libro. Pero ahora, sin planearlo, la función se convertía en velatorio literario.
El silbato que heló la sangre
La obra comenzó con un silbato militar que cortó como cuchillo el murmullo del público. Sobre el escenario, los actores —vestidos con uniformes impecables que contrastaban con sus rostros aún juveniles— se alinearon bajo la mirada férrea del Teniente Gamboa (interpretado con precisión quirúrgica por un estudiante de cuarto año). La iluminación, azulada y gélida, recreó los barracones militares, mientras las sombras alargadas en el fondo escénico proyectaban la opresión del sistema.
El ritual de la humillación
Pero fue la escena del Teniente Gamboa y los dos últimos cadetes la que dejó una marca imborrable. Con su uniforme impecable y esa voz que no admitía réplica, el oficial ordenó:
—¡Los dos últimos en formarse, salgan!—
Dos jóvenes avanzaron, cabizbajos. Uno, alto y delgado, con los nudillos blancos de tanto apretar los puños. El otro, más bajo, con la mirada perdida.
—Ustedes no son cadetes. Son perros. Así que ladren. ¡Quiero oírlos!—
Los actores dudaron un instante (¿fue parte de la actuación o verdadera incomodidad?) antes de lanzar ladridos ásperos, forzados. El sonido reverberó en el auditorio. Luego vino la orden que heló la sangre:
—¡Ahora bésense! Como lo harían dos perros—
El beso que siguió —más mordisco que muestra de afecto, con los dientes al descubierto y gruñidos guturales— fue tan breve como devastador. Alguien en la tercera fila gritó «¡Basta!», pero la escena continuó hasta que el Teniente, satisfecho, los despidió con un despectivo «Fuera de mi vista».
Las heridas de un Perú fracturado
La adaptación no eludió ninguna de las crudezas del texto original. En una secuencia particularmente poderosa, el cadete Cava (interpretado por un estudiante de rasgos andinos) fue humillado con epítetos de «serrano», provocando un murmullo de reconocimiento doloroso en el público.
El «Círculo» secreto de cadetes cobró vida con una energía casi tribal, mientras que Alberto Fernández, el «Poeta», encarnó con fragilidad calculada la contradicción entre la cobardía y la redención.
Un espejo levantado en el Altiplano
Al caer el telón, la ovación fue atronadora. El público vitoreó a cada personaje: «¡Héroe sin causa!» gritaron al Jaguar; «¡Diles que no me denuncien!» corearon para el Poeta. Pero fue el Teniente Gamboa —cuya rectitud moral se desmoronó en escena con una actuación desgarradora— quien recibió los aplausos más prolongados.
En el lobby, un profesor resumió lo que muchos sentían: «Esto no fue sólo teatro. Fue un espejo.» Y quizás esa sea la grandeza de Vargas Llosa: que sus palabras, escritas en los 60, siguen latiendo en las voces de estos estudiantes puneños —futuros maestros— que no temen alzar la voz para decir: Aquí también estamos los perros.
Mientras el público salía a la helada noche altiplánica, una pregunta flotaba en el aire, tan incómoda como necesaria: ¿En cuántos rincones del Perú siguen obligando a los jóvenes a ladrar?
Vea aquí una parte de «La ciudad y los perros» de Mario Vargas Llosa:
https://www.facebook.com/ElObjetivoPe/videos/1469027387416422

Escritor y periodista de investigación peruano. Premio Nacional de Periodismo 2018. Autor de la novela “Mandato de los diablos subterráneos”, guionista de radionovelas y cine.